En el latín
de la antigua Roma, las vocales, como las
elegantes damas patricias que no se cubrían la cabeza para lucir mejor el
peinado de su peluca, iban también sin sombrero que las distinguiese aunque fueran
unas largas y otras breves, las vocales, claro.
En las academias de oratoria y poética se enseñaba en qué vocales
había que alargar un poco el tiempo y se comenzó a poner un palito horizontal
sobre algunas vocales largas para distinguir estas de las breves y facilitar el
ritmo a los alumnos menos duchos.
En el romance castellano no hubo vocales larga o breves,
sino vocales de tono normal y vocales de tono más alto que fueron señalándose a
veces en los manuscritos a gusto del escritor o copista con un
sombrerito, cuya forma predominante era a modo de visera que se elevaba un poco
en la dirección de la lectura.
Ante tal variabilidad, con la imprenta se empezó a
normalizar algo este adorno de las vocales, llamado ápice y acento, aunque, en
realidad, cada impresor iba un poco a su aire hasta que llegaron los fontaneros
de la lengua y fueron poniendo sucesivamente un poco de orden en tal
desbarajuste hasta que se llegó a la normativa actual.
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